Wednesday 30 December 2009

La última noche


-¡Feliz, Año Nuevoooooo!
Más que alegría, en nuestra felicitación lo que hay es mucho sarcasmo. Sabemos de sobra lo que nos espera en el Año Nuevo: cinco noches a la semana contestando el teléfono, lidiando con borrachos que no recuerdan dónde viven y con los mafiosillos de la dirección, que disfrutan haciéndonos la vida imposible.
-Venga, a vuestros puestos –nos grita Miguel, el encargado, mirando, absurdamente, el reloj.
- Hombre, Miguel, no jodas, si ahora no va a llamar nadie por lo menos en quince minutos –protesta Mabi, la rebelde del turno de noche, mientras empina las gotas de cava que el encargado nos ha servido, con mucha pompa, en unos vasos de plástico delgadísimo- ¿Quién narices va a necesitar un taxi justo después de la medianoche el día de Nochevieja? Otros años…
- Pues cualquiera, Mabi, cualquiera. Siempre hay gente que necesita ir a alguna parte, ¿correcto?
Si algo odiamos por encima de todas las tonterías que suelta Miguel, es ese “correcto” con el que adereza sus frases, y que suma en sus tres sílabas abruptas, toda la soberbia, la ignorancia y los malos modales del supervisor.
Pero también sabemos de sobra cuál es nuestro puesto en la cadena alimenticia, y como no están los tiempos como para acabar de patitas en la calle, nos callamos y nos sentamos frente a los teléfonos mudos a esperar.
A los diez minutos, Miguel asoma la cabeza por la puerta de su despacho, mosqueado, seguramente, por el silencio sepulcral (ese silencio infrecuente en el que tratamos de aprender a superar los conceptos de tiempo y espacio y trascender lo que sea).
- ¿Ves, Miguel? Nada –le asaetea Mabi.
- Bueno, manteneos en vuestros puestos –responde él, visiblemente irritado-. Y no olvidéis sonreír cuando contestéis el teléfono. El cliente, aunque no os vea, notará vuestra sonrisa. Usad un poco de sicología, ¿correcto?
-¿Es esa la misma psicología por la que tenemos que llevar un puto uniforme? –murmura Mabi.
Miguel desaparece en su oficina y Mabi (atrapada en uno de esos estados en los que no puede estarse quieta) descuelga el teléfono y se lleva el auricular a la boca, abierta en una amplia sonrisa.
- Radiotaxi, ¿dígame? –y sin dejar de sonreír, continúa-. Sí, señor, por supuesto, ahora le envió su taxi, y por favor no se moleste en ser educado, usted no tiene por qué saber que yo tardo cuatro horas de aguantar a gilipollas como usted en ganar lo que le va a costar la carrera a su chalecito en la urbanización de moda. Yo sonrío, claro que sí, y lavo mi uniforme todas las semanas, para que a usted le huela a limpio, porque el cliente tiene el olfato de Dios, y además yo le aseguro que su taxi llegará en dos segundos se ponga el tráfico cómo se ponga. Y, sonrío, aunque me acuerde de mi niña sola en casa cinco noches a la semana, porque, a ver qué culpa tiene nadie, y menos usted, que es el que paga. Si tendría que dar las gracias por tener trabajo, ya lo sé, que me lo repiten todos los días mis jefes.
Mabi cuelga el teléfono de un golpetón. Sus ojos brillan repletos de lágrimas que se niega a derramar. En estos casos, no sabemos qué decir, así que bajamos la mirada a los teléfonos, que siguen, incomprensiblemente, sin sonar, y nos entra la terrible sospecha y el cruel alivio de que el mundo, ahí afuera, se acababa de terminar.