Thursday, 2 July 2009

Un traspié en el baile


Estábamos enamorados; lo sabía, sobre todo, por los pequeños detalles. Todas las mañanas nos despedíamos con un beso en la parada del autobús. Después, nos alejábamos en direcciones opuestas. A los pocos pasos, de pronto, como obedeciendo una coreografía secreta, nos volvíamos a la vez. Y, sorprendidos, pero no tanto, nos mirábamos sonriendo un instante. No puedo negar que la alegría que me producía ese encuentro de ojos espontáneo estaba teñida por un leve poso de inquietud; aquella que siempre me han producido las cosas agradables que suceden sin que pueda explicármelo ni saber cómo hacerlas perdurables. A veces, cuando sentía ese prurito en el cuello que me obligaba a girarme, esperaba un segundo más, o daba otro paso, y, aun así, nuestros ojos se unían con la precisión fácil de las manos que se enlazan al final de un paso de baile. Es la magia del amor, me decía, entonces, y retomaba, alegre, el camino al trabajo.
Un día, él no se volvió, y me quede mirándole cruzar la calle. Desanclados, mis ojos rodaron por la súbita pendiente del mundo, tras su nuca impasible. Lo único que se me ocurrió hacer fue gritar su nombre. El se giró hacia mí. Pero un coche lo arroyó antes de que nuestras miradas llegaran a cruzarse.
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Foto: M.C, Escher, "Ojo" (1946)