Sucedía así: mi padre dejaba un mensaje abrupto en el contestador y yo le llamaba, unos días después, para quedar en el bar de la esquina. Él siempre llegaba antes y se quedaba en la barra hasta que yo acudía, tarde, sin haberme cambiado, y con Bruno de la correa. Mi padre miraba el reloj y luego mi ropa manchada de pintura. “¿Todavía te dedicas a eso?”, decía, mientras yo, dándole la espalda y sin molestarme en responderle, pedía un café. Luego, mi padre me dejaba elegir una mesa y me seguía hasta ella un poco a regañadientes. Cuando éramos niños, mis hermanos y yo pasamos muchas tardes de domingo sentados con mi madre a la mesa de un bar, mientras él bebía su coñac solo, apoyado contra la barra. Hacer que se sentara conmigo ha sido una de las pocas batallas que he conseguido ganarle. Los primeros minutos los ocupábamos en echar azúcar al café, removiéndolo más de lo necesario, y en mirar a nuestro alrededor, como si estuviésemos localizando las salidas por si acaso necesitábamos escapar súbitamente. Luego, empezábamos por hablar del tiempo y de alguna noticia que mi padre hubiera leído en el periódico. Todos los días se leía de cabo a rabo el ABC y si yo ignoraba algún suceso, me preguntaba: “¿pero en qué mundo vives?”. Nunca estábamos de acuerdo en nada y, al final, siempre acabábamos discutiendo. La única diferencia era que a mi padre este ritual parecía no desanimarle, mientras que para mí era enervante. Y, antes o después, necesitaba huir al baño. Aquella tarde, en los servicios, resolví al fin dejar de verle. Era el único miembro de la familia que mantenía contacto con él, y decidí que ya estaba bien, que, durante años, lo había intentado. Salí de los servicios eufórico, pero él no vio mi cara de triunfo, porque tenía los ojos fijos en Bruno, hacia el que se había inclinado para acariciarle. Sus dedos, normalmente cerrados en un puño o enfundados en los bolsillos del pantalón, parecían ahora más largos y delicados sobre el lomo del perro. Al principio no me di cuenta, pero luego vi el movimiento leve de los labios. Mi padre estaba hablándole al perro. Me quedé quieto. De pronto fui consciente del ruido del bar: la máquina tragaperras echaba su pedorreta de música y monedas, las cucharas y los tenedores golpeaban las tazas y los platos. Lo único que no podía oír eran las palabras que mi padre le susurraba a Bruno. No quise volver a sentarme, pero al despedirme no pude evitar decir: “Nos vemos el mes que viene, ¿vale?”
Foto: Lucian Freud, Eli (2002)