Sunday 8 November 2009

Circuito cerrado


Con los años, ha aprendido a mirar todas las pantallas a la vez, superando ese hábito de la atención que tiende a fijarse en una sola cosa al tiempo. Desde su asiento frente al panel, lo ve todo, y su cerebro filtra las imágenes en busca de anomalías, de algún gesto que se salga del rígido patrón de movimientos de los viandantes. Rara vez tiene motivos para la alarma, pero su celo profesional hace que pase el turno sin apartar la vista de las imágenes en blanco y negro. A la hora del descanso, escucha las noticias de la radio con aprensión, hasta cerciorarse de que no ha habido ningún incidente en la zona que haya escapado a su vigilancia, y vuelve a su puesto antes de tiempo, porque sabe que su reemplazo suele quedarse dormido. Llevan ya varios días sin altercados, y los otros empiezan a aburrirse y a pasar el tiempo de espaldas a las pantallas, hablando entre sí o riéndose de los peatones a los que el autobús empapa al pasar por encima de un charco. Pero por lo que a él respecta, no reduce su concentración ni un ápice. Aún así, le pilla de sorpresa la corazonada que le asalta de súbito esta mañana. Algo llama su atención en la pantalla izquierda, en la que un grupo de gente espera frente al semáforo en rojo. Nada parece fuera de lugar pero sus ojos vuelven al mismo sitio una y otra vez. Entonces, entre los peatones impacientes, ve a una mujer vestida con un abrigo largo. Ese abrigo desgastado que conoce tan bien. Su corazón se acelera y siente una punzada de vergüenza. Se vuelve y, tras comprobar que sus compañeros están enfrascados en sus monitores, acciona un mando y el rostro de su esposa aumenta en la pantalla. A pesar de reconocer sus rasgos, por un instante duda que de verdad sea ella. Son sus ojos y su nariz, su boca y su cabello, pero la suma de las partes es incongruente. La expresión de su cara es un misterio que es incapaz de resolver. Está tan acostumbrado a mirar a su mujer cuando la mirada de ella está posada a su vez sobre él y a que su cara refleje su propia presencia, que ahora no sabe qué ve. El semáforo se pone en verde y su mujer cruza la calle con una determinación que le asusta. Su miedo, piensa, es como el que le asaltó de niño, cuando, tras descubrir que sus familiares seguían existiendo cuando no estaban con él, le atenazó la oscura sospecha de que eran más vulnerables (a los accidentes de tráfico, a las catástrofes naturales) cuando estaban ausentes, fuera del alcance de la protección que les otorgaba su mirada atenta. Con el corazón encogido, observa a su mujer desaparecer de las pantallas de su panel para convertirse en una desconocida en las de alguno de sus compañeros. La desazón le domina durante el resto de la jornada. Al salir del trabajo irá directo a casa. Sólo se podrá librar del desasosiego cuando abrace y bese a su mujer. Luego, le va a decir que ya es hora de que hagan ese crucero por el Caribe, que qué coño, que sólo se vive una vez.

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