Tuesday, 28 April 2009

Más Allá


El abuelo se estaba quedando sordo. Cada día, a la hora de las noticias, subía un poco más el volumen del televisor.
-¡Abueloooooo!–le gritábamos- ¡que no estamos sordos!-.
Le quitábamos el mando a distancia al que se aferraba como si fuese algún artilugio médico que lo mantuviese con vida, pero él aprovechaba cualquier descuido nuestro para esconderlo en el bolsillo de su bata y, al día siguiente, nos volvía a atacar con un estruendo de políticos vociferantes y explosiones en el desierto. Hasta que un día mi padre dijo “se acabó” y, arrebatándoselo, lo destrozó a pisotones. El abuelo miró las tripas del mando a distancia y, luego, con el rostro vacío de expresión, se levantó de la mesa y dio un paso (uno solo) hacia la pantalla donde la mujer del tiempo anunciaba borrascas en el Cantábrico.
El abuelo se estaba quedando sordo. Cada día, a la hora de las noticias, se acercaba un paso más hacia el televisor, orientando su oído izquierdo (el oído bueno) hacia el altavoz. Un paso más y se quedaba quieto, escuchando de lado con esa mezcla de concentración y distanciamiento de los curas en el confesionario. Llegó a acercarse tanto a la tele que su cabeza calva y sus orejas enormes nos bloqueaban la vista.
-¡Abueloooooo!- le gritábamos-, ¡quítate del medio!-. Pero él fingía no oírnos y acabábamos por dejarle salirse con la suya.
Una tarde, sin darnos cuenta de cómo ni cuándo, el abuelo se escapó a través de la pantalla del televisor. Lo único que dejó tras él fue una zapatilla de fieltro que la abuela recogió del suelo con resignada tristeza, murmurando: “así se me fue, medio descalzo”.
Desde entonces, el abuelo aparece de vez en cuando en la pantalla, a la hora del Telediario. Sonríe entre melancólico y divertido, pero no nos mira a nosotros sino más allá, al horizonte blanco (como una pantalla) de la pared del comedor.
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Foto: Pierre Bonnard, "Autorretrato en el espejo del baño" (1939-1945)

Monday, 20 April 2009

Mitos Modernos


Resollando por las escaleras, Sísifo sube del almacén otra caja de papel para la fotocopiadora.


Edipo maldice mientras firma el cheque: el psicoanálisis le está costando un ojo de la cara.


Pandora abre la caja, pero dentro sólo hay dinero.


Atlas resbala en el agua que gotea de los casquetes polares y el mundo cae de sus hombros.
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Foto: Andrés Palma, "Sísifo" (2000)

Wednesday, 15 April 2009

Malos tiempos para los monstruos


El vampiro, borracho, vomitó sobre la acera: cómo odiaba salir a cenar los viernes por la noche.


“Es una pesadilla”, se dijo Freddy Krueger, tras leer las últimas estadísticas sobre la incidencia del insomnio.


El metro y los autobuses están llenos de zombies que no saben que lo son.


La Criatura ignoró a la niña de la margarita y se zambulló en el agua, hechizado por el reflejo de su cuerpo construido con cuerpos de gimnasios y pasarelas.
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Foto: Fotograma de "Frankenstein" (1931) dirigida por James Whale

Wednesday, 8 April 2009

Animales de compañía


Cuando llegué a la puerta de la clínica ya estaba allí, en bata y zapatillas, apretando con el bolso una caja de cartón contra el pecho. "Perdóname por sacarte de la cama, hija, pero es que algo tenía que hacer", me dijo. De camino, me había ido haciendo una composición de lugar a partir de los síntomas que me había susurrado por teléfono y ya tenía claro que no iba a ser un caso fácil. Entramos y la llevé a la consulta sin molestarme en encender las luces de la sala de espera. A esas horas no tenía ganas de ver los pósters de perritos sonriendo (sí, sonriendo) en los prados verdes. Dejé a mi clienta un momento a solas, mientras me ponía el pijama en el vestuario, y al volver la encontré agarrada a los bordes de la caja, que había dejado sobre la mesa de exploración.
-Carmelo, Carmelo bonito, mi tesoro, mi niño, mi rey- gimoteaba.
-Venga, mujer, sáquelo de ahí -dije, impaciente, mientras me ponía los guantes de látex.
-No, no -protestó- hágalo usted, que a mí me da miedo hacerle daño.
Desdoblé las solapas agujereadas y descubrí que, aparte de unos periódicos primorosamente doblados en el fondo, dentro de la caja no había nada. Cuando levanté la vista, me encontré con dos ojos cuajados de cataratas, desolados, mirándome fijamente.
-¿A que está muy mal? Lo sabía. ¿Se va a morir?
Apoyé las manos en la mesa y miré al suelo.
-Sí, tiene muy mala pinta -dije.
La escuché suspirar y sorberse los mocos.
-¿Entonces no hay nada que hacer?-gimió.
-Me temo que no. Lo siento. Todo lo que puedo hacer es ahorrarle sufrimiento -dije, atreviéndome por fin a mirarla.
-¿Cómo? -preguntó, con un brillo de interés febril en los ojos.
-Con una inyección de barbitúrico.
-Y la indición esa, ¿le va a doler?
- No. Se va a quedar dormido y luego dejará de respirar y se le parará el corazón.
La anciana tragó saliva y asintió con la cabeza. Una vez que los dueños dan su consentimiento ya ha pasado lo peor y una puede, con más o menos pena, ponerse manos a la obra. Saqué una jeringuilla, le coloqué la aguja y la cargué de pentotal. Luego, la dejé sobre la mesa, al lado de la caja.
-Creo que es mejor que salga, cinco minutos, hasta que haya terminado-le dije.
Sin decir nada, salió a la sala de espera y la vi sentarse en una de las butacas. Cerré la puerta y me asomé al interior de la caja.
-Qué putada, Carmelo -dije, y me quedé un rato leyendo las hojas de periódico del fondo. Eran del 27 de abril de 1984 y no sé por qué pero me pareció una fecha muy triste.
-Ya puede pasar -grité.
La anciana entró arrastrando los pies. Parecía acobardada y mucho más vieja. Se aproximó a la mesa y acarició en el aire el contorno preciso de un gato, al lado de la jeringuilla todavía cargada.
-¿Tú sabes la compañía que me hacía? No sé qué voy a hacer sin él.
Sus ojos me buscaron y me asustó la determinación de sus pupilas, afiladas como agujas. Le di la espalda y escuché, primero su respiración y mi pulso acelerado, y luego el cierre de su bolso, dos veces. Cuando me volví hacia ella, se la veía impaciente por marcharse. Dejó un gurruño de billetes sobre la mesa vacía y me dio las gracias con una voz ronca. Y se marchó, con la caja en los brazos, tan frágil y diminuta, y me entró un cansancio tremendo, de esos que no te dejan dormir. Sabía que me iba a pasar el resto de la noche fumando en la cama, escuchando en la oscuridad el ronroneo de mi gato.
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Foto: Picasso, "Dora Maar con gato" (1941)

Friday, 3 April 2009

Cercanías


Es una de esas tristes estaciones de tren de los suburbios, más bien un apeadero, desde la que nadie viaja por placer, sino sólo por motivos de trabajo. Cada mañana, al amanecer, nos reunimos en el andén el mismo grupo de gente. Los mismos trajes gastados en los codos, los mismos círculos oscuros alrededor de los ojos, idéntica impaciencia de pies y rostro ante el tren que viene con retraso otra vez. A pesar de esa cierta familiaridad o repetición, siempre mantenemos la distancia entre nosotros y nunca hablamos. Incluso cuando llueve, hay quien prefiere la precariedad de un paraguas vapuleado por el viento a compartir el silencio incómodo de la marquesina. Yo mismo evito mirar a los otros, ese desafío, aunque creo que se debe, en parte, a que desde hace unos días me siento como un impostor. Ellos no lo saben, pero, una vez en la ciudad, doy vueltas por las calles para matar el tiempo hasta el tren de las cinco y cuarto. Me echaron del trabajo, ya se sabe, por la crisis. Y, a falta de otra cosa que hacer, he seguido cogiendo el tren por la mañana. Pero hoy, esto se acaba. Lo decido así, de pronto, al ver acercarse el tren. Por primera vez, me dirijo al resto de mis compañeros de viaje y grito: ¡ahora! Y echo a correr hacia el borde del andén, espoleado por los gritos que me siguen a mis espaldas y la energía de los cuerpos que ya se abalanzan encima mí, como mi propia sombra, sobre las vías.
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Foto: Barry Lewis, "A crowded commuter train, 5:30pm at Charing Cross" (1978)