Siempre intentamos convencernos de que la vida es otra cosa. Hay quien cree que la suya es una película. Las penurias son más llevaderas si se pueden achacar a exigencias del guión, sobre todo cuando se cree en los finales felices. Para Ramírez, en cambio, la vida era un videojuego; quizás porque solía pasarse los fines de semana entregado a esta forma de entretenimiento. Lo importante, para él, era pasar de pantalla, y para lograrlo, se forjó una disciplina de arbitrariedad matemática. Según el día, su objetivo era, por ejemplo, vender diez seguros, hacer cien flexiones antes de irse a la cama, o mandar un email a al menos cinco de las mujeres con las que se había acostado. Lastrada por tan penosa (y absurda) contabilidad, su vida no era feliz, pero al menos era soportable. Hasta que una mañana, cayó desplomado, víctima de un aneurisma cerebral. No llegó a ascender en el trabajo, sus músculos no superaron un volumen medio, y en su entierro no lloró ninguna mujer desconsolada. En cierta ocasión, durante una de nuestras raras conversaciones privadas, le pregunté por qué era tan aficionado a los videojuegos. Reflexionó un instante y me contestó que porque, en ellos, el esfuerzo siempre era recompensado.
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