Wednesday 30 December 2009

La última noche


-¡Feliz, Año Nuevoooooo!
Más que alegría, en nuestra felicitación lo que hay es mucho sarcasmo. Sabemos de sobra lo que nos espera en el Año Nuevo: cinco noches a la semana contestando el teléfono, lidiando con borrachos que no recuerdan dónde viven y con los mafiosillos de la dirección, que disfrutan haciéndonos la vida imposible.
-Venga, a vuestros puestos –nos grita Miguel, el encargado, mirando, absurdamente, el reloj.
- Hombre, Miguel, no jodas, si ahora no va a llamar nadie por lo menos en quince minutos –protesta Mabi, la rebelde del turno de noche, mientras empina las gotas de cava que el encargado nos ha servido, con mucha pompa, en unos vasos de plástico delgadísimo- ¿Quién narices va a necesitar un taxi justo después de la medianoche el día de Nochevieja? Otros años…
- Pues cualquiera, Mabi, cualquiera. Siempre hay gente que necesita ir a alguna parte, ¿correcto?
Si algo odiamos por encima de todas las tonterías que suelta Miguel, es ese “correcto” con el que adereza sus frases, y que suma en sus tres sílabas abruptas, toda la soberbia, la ignorancia y los malos modales del supervisor.
Pero también sabemos de sobra cuál es nuestro puesto en la cadena alimenticia, y como no están los tiempos como para acabar de patitas en la calle, nos callamos y nos sentamos frente a los teléfonos mudos a esperar.
A los diez minutos, Miguel asoma la cabeza por la puerta de su despacho, mosqueado, seguramente, por el silencio sepulcral (ese silencio infrecuente en el que tratamos de aprender a superar los conceptos de tiempo y espacio y trascender lo que sea).
- ¿Ves, Miguel? Nada –le asaetea Mabi.
- Bueno, manteneos en vuestros puestos –responde él, visiblemente irritado-. Y no olvidéis sonreír cuando contestéis el teléfono. El cliente, aunque no os vea, notará vuestra sonrisa. Usad un poco de sicología, ¿correcto?
-¿Es esa la misma psicología por la que tenemos que llevar un puto uniforme? –murmura Mabi.
Miguel desaparece en su oficina y Mabi (atrapada en uno de esos estados en los que no puede estarse quieta) descuelga el teléfono y se lleva el auricular a la boca, abierta en una amplia sonrisa.
- Radiotaxi, ¿dígame? –y sin dejar de sonreír, continúa-. Sí, señor, por supuesto, ahora le envió su taxi, y por favor no se moleste en ser educado, usted no tiene por qué saber que yo tardo cuatro horas de aguantar a gilipollas como usted en ganar lo que le va a costar la carrera a su chalecito en la urbanización de moda. Yo sonrío, claro que sí, y lavo mi uniforme todas las semanas, para que a usted le huela a limpio, porque el cliente tiene el olfato de Dios, y además yo le aseguro que su taxi llegará en dos segundos se ponga el tráfico cómo se ponga. Y, sonrío, aunque me acuerde de mi niña sola en casa cinco noches a la semana, porque, a ver qué culpa tiene nadie, y menos usted, que es el que paga. Si tendría que dar las gracias por tener trabajo, ya lo sé, que me lo repiten todos los días mis jefes.
Mabi cuelga el teléfono de un golpetón. Sus ojos brillan repletos de lágrimas que se niega a derramar. En estos casos, no sabemos qué decir, así que bajamos la mirada a los teléfonos, que siguen, incomprensiblemente, sin sonar, y nos entra la terrible sospecha y el cruel alivio de que el mundo, ahí afuera, se acababa de terminar.

Friday 27 November 2009

Bruno


Sucedía así: mi padre dejaba un mensaje abrupto en el contestador y yo le llamaba, unos días después, para quedar en el bar de la esquina. Él siempre llegaba antes y se quedaba en la barra hasta que yo acudía, tarde, sin haberme cambiado, y con Bruno de la correa. Mi padre miraba el reloj y luego mi ropa manchada de pintura. “¿Todavía te dedicas a eso?”, decía, mientras yo, dándole la espalda y sin molestarme en responderle, pedía un café. Luego, mi padre me dejaba elegir una mesa y me seguía hasta ella un poco a regañadientes. Cuando éramos niños, mis hermanos y yo pasamos muchas tardes de domingo sentados con mi madre a la mesa de un bar, mientras él bebía su coñac solo, apoyado contra la barra. Hacer que se sentara conmigo ha sido una de las pocas batallas que he conseguido ganarle. Los primeros minutos los ocupábamos en echar azúcar al café, removiéndolo más de lo necesario, y en mirar a nuestro alrededor, como si estuviésemos localizando las salidas por si acaso necesitábamos escapar súbitamente. Luego, empezábamos por hablar del tiempo y de alguna noticia que mi padre hubiera leído en el periódico. Todos los días se leía de cabo a rabo el ABC y si yo ignoraba algún suceso, me preguntaba: “¿pero en qué mundo vives?”. Nunca estábamos de acuerdo en nada y, al final, siempre acabábamos discutiendo. La única diferencia era que a mi padre este ritual parecía no desanimarle, mientras que para mí era enervante. Y, antes o después, necesitaba huir al baño. Aquella tarde, en los servicios, resolví al fin dejar de verle. Era el único miembro de la familia que mantenía contacto con él, y decidí que ya estaba bien, que, durante años, lo había intentado. Salí de los servicios eufórico, pero él no vio mi cara de triunfo, porque tenía los ojos fijos en Bruno, hacia el que se había inclinado para acariciarle. Sus dedos, normalmente cerrados en un puño o enfundados en los bolsillos del pantalón, parecían ahora más largos y delicados sobre el lomo del perro. Al principio no me di cuenta, pero luego vi el movimiento leve de los labios. Mi padre estaba hablándole al perro. Me quedé quieto. De pronto fui consciente del ruido del bar: la máquina tragaperras echaba su pedorreta de música y monedas, las cucharas y los tenedores golpeaban las tazas y los platos. Lo único que no podía oír eran las palabras que mi padre le susurraba a Bruno. No quise volver a sentarme, pero al despedirme no pude evitar decir: “Nos vemos el mes que viene, ¿vale?”


Foto: Lucian Freud, Eli (2002)


Sunday 8 November 2009

Circuito cerrado


Con los años, ha aprendido a mirar todas las pantallas a la vez, superando ese hábito de la atención que tiende a fijarse en una sola cosa al tiempo. Desde su asiento frente al panel, lo ve todo, y su cerebro filtra las imágenes en busca de anomalías, de algún gesto que se salga del rígido patrón de movimientos de los viandantes. Rara vez tiene motivos para la alarma, pero su celo profesional hace que pase el turno sin apartar la vista de las imágenes en blanco y negro. A la hora del descanso, escucha las noticias de la radio con aprensión, hasta cerciorarse de que no ha habido ningún incidente en la zona que haya escapado a su vigilancia, y vuelve a su puesto antes de tiempo, porque sabe que su reemplazo suele quedarse dormido. Llevan ya varios días sin altercados, y los otros empiezan a aburrirse y a pasar el tiempo de espaldas a las pantallas, hablando entre sí o riéndose de los peatones a los que el autobús empapa al pasar por encima de un charco. Pero por lo que a él respecta, no reduce su concentración ni un ápice. Aún así, le pilla de sorpresa la corazonada que le asalta de súbito esta mañana. Algo llama su atención en la pantalla izquierda, en la que un grupo de gente espera frente al semáforo en rojo. Nada parece fuera de lugar pero sus ojos vuelven al mismo sitio una y otra vez. Entonces, entre los peatones impacientes, ve a una mujer vestida con un abrigo largo. Ese abrigo desgastado que conoce tan bien. Su corazón se acelera y siente una punzada de vergüenza. Se vuelve y, tras comprobar que sus compañeros están enfrascados en sus monitores, acciona un mando y el rostro de su esposa aumenta en la pantalla. A pesar de reconocer sus rasgos, por un instante duda que de verdad sea ella. Son sus ojos y su nariz, su boca y su cabello, pero la suma de las partes es incongruente. La expresión de su cara es un misterio que es incapaz de resolver. Está tan acostumbrado a mirar a su mujer cuando la mirada de ella está posada a su vez sobre él y a que su cara refleje su propia presencia, que ahora no sabe qué ve. El semáforo se pone en verde y su mujer cruza la calle con una determinación que le asusta. Su miedo, piensa, es como el que le asaltó de niño, cuando, tras descubrir que sus familiares seguían existiendo cuando no estaban con él, le atenazó la oscura sospecha de que eran más vulnerables (a los accidentes de tráfico, a las catástrofes naturales) cuando estaban ausentes, fuera del alcance de la protección que les otorgaba su mirada atenta. Con el corazón encogido, observa a su mujer desaparecer de las pantallas de su panel para convertirse en una desconocida en las de alguno de sus compañeros. La desazón le domina durante el resto de la jornada. Al salir del trabajo irá directo a casa. Sólo se podrá librar del desasosiego cuando abrace y bese a su mujer. Luego, le va a decir que ya es hora de que hagan ese crucero por el Caribe, que qué coño, que sólo se vive una vez.

Sunday 25 October 2009

Olor de hogar


Nada más abrir la puerta, un olor como a pescado podrido me golpea como una bofetada y corro a la cocina para comprobar que no se me ha olvidado sacar la basura. El cubo está vacío, pero en el fondo hay una mancha aceitosa y oscura. Lo meto en el fregadero, lo lleno de agua caliente y jabón y abro la ventana. Pero el olor sigue ahí, así que me pongo los guantes y limpio la vitrocerámica, el horno, cuya limpieza he postergado sin perdón, y el fregadero. Respiro con alivio el aroma a limón, pero no tardo en detectar de nuevo el olor incriminante, acentuado por el frescor del limpiacocinas. ¿Será la nevera? Ya casi he terminado de limpiarla, cuando llega mi marido. Le veo mirar con recelo los comestibles repartidos por la encimera y el suelo. “¿Qué hay para comer?”, pregunta. “¿Qué es que no notas el mal olor?”, le digo. Pero él se encoge de hombros y se va a ver la tele al comedor. Y yo no puedo dejar de inhalar el olor, forzándolo contra el fondo de la nariz y la garganta, con la perversa fruición con la que a veces uno se rasca las postillas. Oigo el timbre del teléfono y espero, pero nadie va a contestarlo. Así que voy yo. Es mi madre. “No puedo hablar”, le digo, “estoy desesperada por un mal olor que no se va”. “Eso te pasa por limpiar por encima”, me dice. “Vas a tener que frotar, con lejía y estropajo”. “Mamá pareces un anuncio de la tele”, le espeto y cuelgo sin despedirme. Aunque me saca de quicio, siempre acabo por hacerle caso. Lleno un caldero con agua caliente y lejía y echo también un generoso chorro de amoniaco, y me pongo a frotar los azulejos. Al poco, se me llenan los ojos de lágrimas y el vapor me quema la garganta. Intento concentrarme en la limpieza hasta que se me nubla la vista y no puedo respirar. ¿Es posible que me vaya a morir así, con los guantes de fregar puestos? Dejo caer la valleta y me tambaleo hasta la ventana. Cojo aire. Miro hacia arriba y veo a la vecina del cuarto sacar la cabeza al patio, con los ojos desorbitados; al instante, la del quinto abre la ventana con un quejido agónico, sus manos enguantadas alzándose hacia el cielo, y descubro a la del sexto, agarrada a los barrotes del balcón, con un estropajo chorreante en la mano. Boquean como peces fuera del agua. Y nos miramos, sin decir nada pero sabiendo que estamos firmando con nuestras lágrimas un pacto secreto.

Foto: Cartel de la película ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984)

Sunday 6 September 2009

Centrifugado


Si hubiese tenido un perro a lo mejor no habría empezado a hablarle a la lavadora, me digo, mientras, como cada viernes al llegar del trabajo, pongo la colada y me siento en el suelo frente a ella. El cajetín comienza a llenarse de agua con un ronroneo alegre y alentador. Me aflojo la corbata y me quito los zapatos. Saco el móvil del pantalón y lo dejo a mi lado, aunque sé que nadie va a llamarme hasta el lunes. El sonido de la lavadora se hace más agudo y más suave al empezar a girar. Me aclaro la voz y le cuento lo primero que se me viene a la cabeza. Le hablo de la avería de la máquina de café, que ha hecho que todo el mundo esté, si cabe, de peor humor en la oficina. Le cuento que he vuelto a pasar la noche en el sofá porque no he tenido valor para levantarme a apagar la tele. La lavadora gira lentamente y se detiene, como si estuviera rumiando mis palabras. Me da pie. Le confieso que estoy de mal humor últimamente. Todo me saca de quicio. No soporto, por ejemplo, el “pling” insolente del microondas, que parece recriminarme que cene otra vez pasta precocinada. La lavadora parece sumarse a mi rabia y se acelera, así que le confío el desastre de mi última cita. ¿Por qué nadie es cómo aparenta ser en Internet? La lavadora se desata y vibra violentamente mientras yo maldigo a voces y se sacude con ferocidad orgásmica hacia el final del centrifugado. Luego, se queda callada, como muerta de pronto, y no sé qué hacer con ese silencio nuevo, tan vacío. Al fin, la abro, saco la ropa húmeda y la dejo caer con asco sobre el suelo, como si fueran las entrañas viscosas de un pez. Meto la cabeza dentro de la lavadora y grito: ¿hay alguien ahí? Palpo con las manos las paredes del tambor, que parece ser más grande de lo que creía. Me agarro a los radios e introduzco el torso. Dentro, huele a metal y a detergente, a falta de complicaciones. Me giro hasta sentarme, doblo las piernas hacia el pecho y meto los pies. Entonces, la puerta se cierra como una escotilla y la lavadora se pone en marcha. Sumergido en el líquido cálido y acunado por el movimiento, me voy quedando dormido.

Thursday 2 July 2009

Un traspié en el baile


Estábamos enamorados; lo sabía, sobre todo, por los pequeños detalles. Todas las mañanas nos despedíamos con un beso en la parada del autobús. Después, nos alejábamos en direcciones opuestas. A los pocos pasos, de pronto, como obedeciendo una coreografía secreta, nos volvíamos a la vez. Y, sorprendidos, pero no tanto, nos mirábamos sonriendo un instante. No puedo negar que la alegría que me producía ese encuentro de ojos espontáneo estaba teñida por un leve poso de inquietud; aquella que siempre me han producido las cosas agradables que suceden sin que pueda explicármelo ni saber cómo hacerlas perdurables. A veces, cuando sentía ese prurito en el cuello que me obligaba a girarme, esperaba un segundo más, o daba otro paso, y, aun así, nuestros ojos se unían con la precisión fácil de las manos que se enlazan al final de un paso de baile. Es la magia del amor, me decía, entonces, y retomaba, alegre, el camino al trabajo.
Un día, él no se volvió, y me quede mirándole cruzar la calle. Desanclados, mis ojos rodaron por la súbita pendiente del mundo, tras su nuca impasible. Lo único que se me ocurrió hacer fue gritar su nombre. El se giró hacia mí. Pero un coche lo arroyó antes de que nuestras miradas llegaran a cruzarse.
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Foto: M.C, Escher, "Ojo" (1946)

Tuesday 23 June 2009

El dinosaurio



Uno de los cuentos publicados en este blog, Inocencia Perdida , ha quedado finalista del 2° Concurso de microcuentos “El dinosaurio”. Con mucha alegría, os lo dedico a todos los que me seguís animando a escribir.


Monday 22 June 2009

Los domingos, los padres descansan y los niños se aburren


Apenas nada sucede en los jardines de los chalets iguales. El agua de los aspersores crepita sobre el césped borracho. Los perros dormitan sobre las losas de los patios. Un golpe de brisa ojea el periódico abierto sobre una mesa de forja y se detiene en los obituarios. En una jarra de limonada tibia, dos hormigas se rinden. Bajo los árboles que rodean la piscina, todas las hamacas están ocupadas. Los gritos de los niños corriendo calle abajo se alejan hasta desvanecerse. Y las palomas se atreven, por fin, a descender sobre las tumbonas para picotear los cadáveres.

Monday 15 June 2009

Sentido del deber


- Un momento. Quieta ahí.
El guardia de seguridad agarra a la mujer del brazo a la salida del supermercado. Conoce el tipo: chándal amplio, pelo sin lavar, ojos inquietos. Y nunca compran nada. Ella vuelve el rostro desprovisto de expresión, en el que de pronto cuaja el miedo.
- Acompáñeme, por favor.
- No, yo… no.
- Mire, mejor que no monte un escándalo aquí, delante de todo el mundo.
- Yo… mi… - la mujer hace un gesto hacia la puerta pero luego le sigue, dócil.
Otra característica de los ladrones de medio pelo a los que está acostumbrado: se rinden rápido. Les han cogido con las manos en la masa tantas veces, que ya saben que no hay excusa que les valga y que lo mejor que pueden hacer es colaborar.
Una vez en el despacho del encargado, la mujer empieza a balbucir:
- Por favor, se lo suplico, mi…
- Cállese ¿Qué pasa Miguel? –pregunta el encargado.
- La he pillado robando. A ver, ábrete la chaqueta.
La mujer se sorbe los mocos, baja la cremallera y tiende el paquete al encargado. Al guardia se le escapa el puño derecho hacia el hombro, como cuando su equipo mete un gol. El encargado, visiblemente molesto con ambos, descuelga el teléfono.
- Por favor… sólo… -dice ella.
- Que te calles, hostias –grita el guardia-. Las milongas se las cuentas a la policía.
- Muchas gracias, Miguel –dice el encargado-, la policía ya viene de camino. Y a usted le voy a pedir que se siente ahí y se quede calladita que tengo muchas cosas que hacer.
El guardia de seguridad sale de la oficina y se acerca a una de las cajeras, que sacude la mano hacia él.
- Dime, ¿qué pasa, Miguel?
- Pues que esta es la tercera a la que pillo robando leche para bebés esta semana.
- ¿Leche para bebés? ¡Qué poca vergüenza! ¿Y para qué la quieren?
El guardia infla el pecho:
- La mezclan con la heroína. Parece que así hace más efecto. Fíjate las cosas que discurren.
Mientras la cajera asiente impresionada, afuera, en un cochecito aparcado junto a la entrada, un bebé hambriento se cansa de llorar.

Monday 8 June 2009

Cuestión de vida o muerte


Cuando salí del hospital llovía, y yo sin paraguas. Corrí hacia el aparcamiento, las lágrimas mezclándose con la lluvia. “Seis meses como máximo”. Al ritmo del Réquiem de Mozart me entregué a planear el futuro coartado: dejar el trabajo –ya no tendría que terminar el maldito informe para el viernes-, dilapidar los ahorros en un viaje largo –Vietnam, Patagonia, Kenia-, vivir una última pasión. Vivir. Pero, al llegar a casa, mi mujer lo desbarató todo:
-¿Qué te ha dicho el médico? –preguntó, mirándome con sus ojos gastados.
Y no fui capaz de mentirla.
-No han encontrado nada- respondí, intentando no mostrar mi decepción.

Thursday 28 May 2009

Isla de palabras


Cuando yo tenía seis años vi en un libro una puerta que se abría con solo leer sus palabras. Al otro lado, había una posada donde abundaban las historias de piratas que me hacían olvidarme del aburrimiento de mi cama. Mientras mi familia se afanaba en hacerme tomar las medicinas o en ponerme el termómetro, yo buscaba la isla del tesoro.
─ Este niño no debería leer tanto.
─ Este niño llegará a ser un escritor importante.
─ Este niño se nos muere.
Cuando dejé de oírles supe que estaba a salvo. Mi pala acababa de dar con el cofre del tesoro. Alguien cerró detrás de mí las páginas.
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Este microrrelato resultó ganador del concurso “Tu vida en un libro” organizado por la Escuela de Escritores en conmemoración del día del Libro, en abril de 2009. Y está dedicado In Memoriam a mi abuelo Luciano, cuya voz escucho en las palabras de este relato como si todavía estuviera aquí, a mi lado.

Friday 15 May 2009

Inocencia perdida


Con el tiempo, acabó por descubrir que sus padres eran no sólo los reyes Magos y el ratoncito Pérez, sino sobre todo el monstruo debajo de la cama.

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Foto: Ilustración de “Where the wild things are” (1965) de Maurice Sendak.

Monday 11 May 2009

El voyeur


Mientras encendía el cigarrillo, Mario recordó que, la última vez, alguien había corrido a cerrar las cortinas al ver la llamita en la oscuridad. Sin dejar de mirar a la pareja desnuda en el hotel de enfrente, aplastó la colilla. A su pesar, no quería hacerse esperanzas. Siempre era igual: los huéspedes entraban en las habitaciones, se quedaban un instante confusos, como si todavía estuvieran en un andén o en el hall del aeropuerto y, de pronto, volvían en sí y se lanzaban a disfrutar de esa intimidad impune de las habitaciones alquiladas: se paseaban desnudos, comían tumbados en la cama o se miraban durante horas en el espejo. Pero todos, antes de su último acto, cerraban las cortinas. Y Mario se quedaba solo, más solo que antes. Ahora, las cortinas seguían abiertas y, en el rectángulo iluminado, la mujer, inclinada sobre el hombre, movía la cabeza arriba y abajo con la precisión de un metrónomo. Mario cerró los ojos y los volvió a abrir, impaciente. Después de un rato, vio al hombre montarse sobre la mujer y sacudir la pelvis hasta que, tras una breve descarga eléctrica, los dos se quedaron quietos. Mario contuvo el aliento. Al verlos cerrar las manos sobre la cara del otro, se mordió los labios. Era verdad: habían empezado a desenroscarse las cabezas.

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Foto: Fotograma de "Peeping Tom" (1960), dirigida por Michael Powell.

Thursday 7 May 2009

Seis palabras le perseguirían por siempre


En sus sueños todos seguimos vivos.



Vendo vestido de novia, sin estrenar.



Se suicidó al cumplirse sus deseos.



Crecieron, se multiplicaron, destruyeron el Mundo.



Quiere haberse enamorado por última vez.



Se atragantaron con huesos de perdices.

Friday 1 May 2009

¿Cabe un cuento en seis palabras?


Desapercibido, sólo sonreía en fotos ajenas.


De un disparo, descubrí la verdad.


Seguía atrapado en un tiempo imperfecto.


En la isla nadie sabía nadar.


Sólo despierta cuando no duerme solo.


"Te cuento", fueron sus últimas palabras.

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Foto: Douglas Gordon, "Superhumanatural" (instalación en Inverleith House, Edimburgo) (2006)

Tuesday 28 April 2009

Más Allá


El abuelo se estaba quedando sordo. Cada día, a la hora de las noticias, subía un poco más el volumen del televisor.
-¡Abueloooooo!–le gritábamos- ¡que no estamos sordos!-.
Le quitábamos el mando a distancia al que se aferraba como si fuese algún artilugio médico que lo mantuviese con vida, pero él aprovechaba cualquier descuido nuestro para esconderlo en el bolsillo de su bata y, al día siguiente, nos volvía a atacar con un estruendo de políticos vociferantes y explosiones en el desierto. Hasta que un día mi padre dijo “se acabó” y, arrebatándoselo, lo destrozó a pisotones. El abuelo miró las tripas del mando a distancia y, luego, con el rostro vacío de expresión, se levantó de la mesa y dio un paso (uno solo) hacia la pantalla donde la mujer del tiempo anunciaba borrascas en el Cantábrico.
El abuelo se estaba quedando sordo. Cada día, a la hora de las noticias, se acercaba un paso más hacia el televisor, orientando su oído izquierdo (el oído bueno) hacia el altavoz. Un paso más y se quedaba quieto, escuchando de lado con esa mezcla de concentración y distanciamiento de los curas en el confesionario. Llegó a acercarse tanto a la tele que su cabeza calva y sus orejas enormes nos bloqueaban la vista.
-¡Abueloooooo!- le gritábamos-, ¡quítate del medio!-. Pero él fingía no oírnos y acabábamos por dejarle salirse con la suya.
Una tarde, sin darnos cuenta de cómo ni cuándo, el abuelo se escapó a través de la pantalla del televisor. Lo único que dejó tras él fue una zapatilla de fieltro que la abuela recogió del suelo con resignada tristeza, murmurando: “así se me fue, medio descalzo”.
Desde entonces, el abuelo aparece de vez en cuando en la pantalla, a la hora del Telediario. Sonríe entre melancólico y divertido, pero no nos mira a nosotros sino más allá, al horizonte blanco (como una pantalla) de la pared del comedor.
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Foto: Pierre Bonnard, "Autorretrato en el espejo del baño" (1939-1945)

Monday 20 April 2009

Mitos Modernos


Resollando por las escaleras, Sísifo sube del almacén otra caja de papel para la fotocopiadora.


Edipo maldice mientras firma el cheque: el psicoanálisis le está costando un ojo de la cara.


Pandora abre la caja, pero dentro sólo hay dinero.


Atlas resbala en el agua que gotea de los casquetes polares y el mundo cae de sus hombros.
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Foto: Andrés Palma, "Sísifo" (2000)

Wednesday 15 April 2009

Malos tiempos para los monstruos


El vampiro, borracho, vomitó sobre la acera: cómo odiaba salir a cenar los viernes por la noche.


“Es una pesadilla”, se dijo Freddy Krueger, tras leer las últimas estadísticas sobre la incidencia del insomnio.


El metro y los autobuses están llenos de zombies que no saben que lo son.


La Criatura ignoró a la niña de la margarita y se zambulló en el agua, hechizado por el reflejo de su cuerpo construido con cuerpos de gimnasios y pasarelas.
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Foto: Fotograma de "Frankenstein" (1931) dirigida por James Whale

Wednesday 8 April 2009

Animales de compañía


Cuando llegué a la puerta de la clínica ya estaba allí, en bata y zapatillas, apretando con el bolso una caja de cartón contra el pecho. "Perdóname por sacarte de la cama, hija, pero es que algo tenía que hacer", me dijo. De camino, me había ido haciendo una composición de lugar a partir de los síntomas que me había susurrado por teléfono y ya tenía claro que no iba a ser un caso fácil. Entramos y la llevé a la consulta sin molestarme en encender las luces de la sala de espera. A esas horas no tenía ganas de ver los pósters de perritos sonriendo (sí, sonriendo) en los prados verdes. Dejé a mi clienta un momento a solas, mientras me ponía el pijama en el vestuario, y al volver la encontré agarrada a los bordes de la caja, que había dejado sobre la mesa de exploración.
-Carmelo, Carmelo bonito, mi tesoro, mi niño, mi rey- gimoteaba.
-Venga, mujer, sáquelo de ahí -dije, impaciente, mientras me ponía los guantes de látex.
-No, no -protestó- hágalo usted, que a mí me da miedo hacerle daño.
Desdoblé las solapas agujereadas y descubrí que, aparte de unos periódicos primorosamente doblados en el fondo, dentro de la caja no había nada. Cuando levanté la vista, me encontré con dos ojos cuajados de cataratas, desolados, mirándome fijamente.
-¿A que está muy mal? Lo sabía. ¿Se va a morir?
Apoyé las manos en la mesa y miré al suelo.
-Sí, tiene muy mala pinta -dije.
La escuché suspirar y sorberse los mocos.
-¿Entonces no hay nada que hacer?-gimió.
-Me temo que no. Lo siento. Todo lo que puedo hacer es ahorrarle sufrimiento -dije, atreviéndome por fin a mirarla.
-¿Cómo? -preguntó, con un brillo de interés febril en los ojos.
-Con una inyección de barbitúrico.
-Y la indición esa, ¿le va a doler?
- No. Se va a quedar dormido y luego dejará de respirar y se le parará el corazón.
La anciana tragó saliva y asintió con la cabeza. Una vez que los dueños dan su consentimiento ya ha pasado lo peor y una puede, con más o menos pena, ponerse manos a la obra. Saqué una jeringuilla, le coloqué la aguja y la cargué de pentotal. Luego, la dejé sobre la mesa, al lado de la caja.
-Creo que es mejor que salga, cinco minutos, hasta que haya terminado-le dije.
Sin decir nada, salió a la sala de espera y la vi sentarse en una de las butacas. Cerré la puerta y me asomé al interior de la caja.
-Qué putada, Carmelo -dije, y me quedé un rato leyendo las hojas de periódico del fondo. Eran del 27 de abril de 1984 y no sé por qué pero me pareció una fecha muy triste.
-Ya puede pasar -grité.
La anciana entró arrastrando los pies. Parecía acobardada y mucho más vieja. Se aproximó a la mesa y acarició en el aire el contorno preciso de un gato, al lado de la jeringuilla todavía cargada.
-¿Tú sabes la compañía que me hacía? No sé qué voy a hacer sin él.
Sus ojos me buscaron y me asustó la determinación de sus pupilas, afiladas como agujas. Le di la espalda y escuché, primero su respiración y mi pulso acelerado, y luego el cierre de su bolso, dos veces. Cuando me volví hacia ella, se la veía impaciente por marcharse. Dejó un gurruño de billetes sobre la mesa vacía y me dio las gracias con una voz ronca. Y se marchó, con la caja en los brazos, tan frágil y diminuta, y me entró un cansancio tremendo, de esos que no te dejan dormir. Sabía que me iba a pasar el resto de la noche fumando en la cama, escuchando en la oscuridad el ronroneo de mi gato.
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Foto: Picasso, "Dora Maar con gato" (1941)

Friday 3 April 2009

Cercanías


Es una de esas tristes estaciones de tren de los suburbios, más bien un apeadero, desde la que nadie viaja por placer, sino sólo por motivos de trabajo. Cada mañana, al amanecer, nos reunimos en el andén el mismo grupo de gente. Los mismos trajes gastados en los codos, los mismos círculos oscuros alrededor de los ojos, idéntica impaciencia de pies y rostro ante el tren que viene con retraso otra vez. A pesar de esa cierta familiaridad o repetición, siempre mantenemos la distancia entre nosotros y nunca hablamos. Incluso cuando llueve, hay quien prefiere la precariedad de un paraguas vapuleado por el viento a compartir el silencio incómodo de la marquesina. Yo mismo evito mirar a los otros, ese desafío, aunque creo que se debe, en parte, a que desde hace unos días me siento como un impostor. Ellos no lo saben, pero, una vez en la ciudad, doy vueltas por las calles para matar el tiempo hasta el tren de las cinco y cuarto. Me echaron del trabajo, ya se sabe, por la crisis. Y, a falta de otra cosa que hacer, he seguido cogiendo el tren por la mañana. Pero hoy, esto se acaba. Lo decido así, de pronto, al ver acercarse el tren. Por primera vez, me dirijo al resto de mis compañeros de viaje y grito: ¡ahora! Y echo a correr hacia el borde del andén, espoleado por los gritos que me siguen a mis espaldas y la energía de los cuerpos que ya se abalanzan encima mí, como mi propia sombra, sobre las vías.
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Foto: Barry Lewis, "A crowded commuter train, 5:30pm at Charing Cross" (1978)

Friday 27 March 2009

Llamadas nocturnas

El teléfono suena en mitad de la noche y cómo no asustarse. Su timbre posee la urgencia de la sirena de una ambulancia que atraviesa la ciudad hacia el coche volcado en la autopista. La escena del accidente tiene algo caprichoso, casi lúdico, como si hubiese sido provocada por la mano de un niño de súbito malhumorado. Pero la tragedia se hace patente al descubrir el cuerpo desmadejado como un muñeco roto. No hay nada que hacer, aparte de iniciar los trámites necesarios. Marcar un número y encarar (un tono, dos tonos, tres) la anticipación de pasos descalzos, apresurados, que avanzan a oscuras por un pasillo, atemorizados por el insistente reclamo. El teléfono suena en mitad de la noche y cómo no asustarse. Salir del sueño como quien lucha por salir a la superficie desde el fondo del mar, estando a punto de ahogarse. Buscar a tientas el interruptor de la lamparilla, llevarse el auricular a la oreja y, con la voz adormilada y espesa de ansiedad, suplicar: ¿diga? Las palabras, en un principio incomprensibles, se las repiten dos, tres veces, porque es difícil darles sentido, así, en medio de la noche. Al final, por fin, responde: sí, sí, ahora mismo vamos. Y, tras colgar, volviéndose hacia su mujer: cariño, vístete, te esperan en el hospital, han recibido un donante.

Monday 23 March 2009

Para siempre

Y es que me paso las horas deseando volver a casa para estar contigo. Cada día llego a la oficina un poco más tarde y me voy algo más pronto, porque es demasiado valioso el tiempo que pasamos juntos. No sé qué haría si no pudiera atrincherarme por la noche en la cama contigo, tan felices los dos, riéndonos y haciendo planes para el futuro (la casa, los niños, las vacaciones). Es verdad que a veces pierdo el control y nos descubro discutiendo absurdamente o enfurruñados sin razón, pero ya le voy cogiendo el tranquillo y estoy seguro de que acabaré con las desavenencias. Sobre todo ahora que me fortalece la certeza de saber que cuando te dije que no podía vivir sin ti no estaba sucumbiendo a ese vicio tan feo de los enamorados de hacer promesas que no van a cumplir: siempre, nunca, hasta la muerte. Porque en mis sueños tú y yo aún seguimos juntos. Y ahora sólo me falta lograr, a base de dormir unos minutos más cada noche, olvidar esa pesadilla en la que decías que me dejabas para siempre.
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Foto: R. Magritte, "Los amantes" (1928)

Tuesday 17 March 2009

Alto Consumo


Acuden a los escaparates como las polillas a la luz de las lámparas. Rebotan, insistentes, de un cristal a otro hasta que, al fin, tras el parpadeo de una puerta que se abre automáticamente o el esfuerzo de empujarla con los brazos, se encuentran en el interior de una tienda, un centro comercial, un supermercado. Entonces, con propósito renovado, revolotean por pasillos y mostradores, ansiosos por soltar su carga: el dinero que les quema las manos.
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Foto: MAN RAY(Mannequin with a bird cage over her head) [Leaf 19]: from Resurrection des Mannequins 1938-66