Friday 27 November 2009

Bruno


Sucedía así: mi padre dejaba un mensaje abrupto en el contestador y yo le llamaba, unos días después, para quedar en el bar de la esquina. Él siempre llegaba antes y se quedaba en la barra hasta que yo acudía, tarde, sin haberme cambiado, y con Bruno de la correa. Mi padre miraba el reloj y luego mi ropa manchada de pintura. “¿Todavía te dedicas a eso?”, decía, mientras yo, dándole la espalda y sin molestarme en responderle, pedía un café. Luego, mi padre me dejaba elegir una mesa y me seguía hasta ella un poco a regañadientes. Cuando éramos niños, mis hermanos y yo pasamos muchas tardes de domingo sentados con mi madre a la mesa de un bar, mientras él bebía su coñac solo, apoyado contra la barra. Hacer que se sentara conmigo ha sido una de las pocas batallas que he conseguido ganarle. Los primeros minutos los ocupábamos en echar azúcar al café, removiéndolo más de lo necesario, y en mirar a nuestro alrededor, como si estuviésemos localizando las salidas por si acaso necesitábamos escapar súbitamente. Luego, empezábamos por hablar del tiempo y de alguna noticia que mi padre hubiera leído en el periódico. Todos los días se leía de cabo a rabo el ABC y si yo ignoraba algún suceso, me preguntaba: “¿pero en qué mundo vives?”. Nunca estábamos de acuerdo en nada y, al final, siempre acabábamos discutiendo. La única diferencia era que a mi padre este ritual parecía no desanimarle, mientras que para mí era enervante. Y, antes o después, necesitaba huir al baño. Aquella tarde, en los servicios, resolví al fin dejar de verle. Era el único miembro de la familia que mantenía contacto con él, y decidí que ya estaba bien, que, durante años, lo había intentado. Salí de los servicios eufórico, pero él no vio mi cara de triunfo, porque tenía los ojos fijos en Bruno, hacia el que se había inclinado para acariciarle. Sus dedos, normalmente cerrados en un puño o enfundados en los bolsillos del pantalón, parecían ahora más largos y delicados sobre el lomo del perro. Al principio no me di cuenta, pero luego vi el movimiento leve de los labios. Mi padre estaba hablándole al perro. Me quedé quieto. De pronto fui consciente del ruido del bar: la máquina tragaperras echaba su pedorreta de música y monedas, las cucharas y los tenedores golpeaban las tazas y los platos. Lo único que no podía oír eran las palabras que mi padre le susurraba a Bruno. No quise volver a sentarme, pero al despedirme no pude evitar decir: “Nos vemos el mes que viene, ¿vale?”


Foto: Lucian Freud, Eli (2002)


Sunday 8 November 2009

Circuito cerrado


Con los años, ha aprendido a mirar todas las pantallas a la vez, superando ese hábito de la atención que tiende a fijarse en una sola cosa al tiempo. Desde su asiento frente al panel, lo ve todo, y su cerebro filtra las imágenes en busca de anomalías, de algún gesto que se salga del rígido patrón de movimientos de los viandantes. Rara vez tiene motivos para la alarma, pero su celo profesional hace que pase el turno sin apartar la vista de las imágenes en blanco y negro. A la hora del descanso, escucha las noticias de la radio con aprensión, hasta cerciorarse de que no ha habido ningún incidente en la zona que haya escapado a su vigilancia, y vuelve a su puesto antes de tiempo, porque sabe que su reemplazo suele quedarse dormido. Llevan ya varios días sin altercados, y los otros empiezan a aburrirse y a pasar el tiempo de espaldas a las pantallas, hablando entre sí o riéndose de los peatones a los que el autobús empapa al pasar por encima de un charco. Pero por lo que a él respecta, no reduce su concentración ni un ápice. Aún así, le pilla de sorpresa la corazonada que le asalta de súbito esta mañana. Algo llama su atención en la pantalla izquierda, en la que un grupo de gente espera frente al semáforo en rojo. Nada parece fuera de lugar pero sus ojos vuelven al mismo sitio una y otra vez. Entonces, entre los peatones impacientes, ve a una mujer vestida con un abrigo largo. Ese abrigo desgastado que conoce tan bien. Su corazón se acelera y siente una punzada de vergüenza. Se vuelve y, tras comprobar que sus compañeros están enfrascados en sus monitores, acciona un mando y el rostro de su esposa aumenta en la pantalla. A pesar de reconocer sus rasgos, por un instante duda que de verdad sea ella. Son sus ojos y su nariz, su boca y su cabello, pero la suma de las partes es incongruente. La expresión de su cara es un misterio que es incapaz de resolver. Está tan acostumbrado a mirar a su mujer cuando la mirada de ella está posada a su vez sobre él y a que su cara refleje su propia presencia, que ahora no sabe qué ve. El semáforo se pone en verde y su mujer cruza la calle con una determinación que le asusta. Su miedo, piensa, es como el que le asaltó de niño, cuando, tras descubrir que sus familiares seguían existiendo cuando no estaban con él, le atenazó la oscura sospecha de que eran más vulnerables (a los accidentes de tráfico, a las catástrofes naturales) cuando estaban ausentes, fuera del alcance de la protección que les otorgaba su mirada atenta. Con el corazón encogido, observa a su mujer desaparecer de las pantallas de su panel para convertirse en una desconocida en las de alguno de sus compañeros. La desazón le domina durante el resto de la jornada. Al salir del trabajo irá directo a casa. Sólo se podrá librar del desasosiego cuando abrace y bese a su mujer. Luego, le va a decir que ya es hora de que hagan ese crucero por el Caribe, que qué coño, que sólo se vive una vez.