Sunday 25 October 2009

Olor de hogar


Nada más abrir la puerta, un olor como a pescado podrido me golpea como una bofetada y corro a la cocina para comprobar que no se me ha olvidado sacar la basura. El cubo está vacío, pero en el fondo hay una mancha aceitosa y oscura. Lo meto en el fregadero, lo lleno de agua caliente y jabón y abro la ventana. Pero el olor sigue ahí, así que me pongo los guantes y limpio la vitrocerámica, el horno, cuya limpieza he postergado sin perdón, y el fregadero. Respiro con alivio el aroma a limón, pero no tardo en detectar de nuevo el olor incriminante, acentuado por el frescor del limpiacocinas. ¿Será la nevera? Ya casi he terminado de limpiarla, cuando llega mi marido. Le veo mirar con recelo los comestibles repartidos por la encimera y el suelo. “¿Qué hay para comer?”, pregunta. “¿Qué es que no notas el mal olor?”, le digo. Pero él se encoge de hombros y se va a ver la tele al comedor. Y yo no puedo dejar de inhalar el olor, forzándolo contra el fondo de la nariz y la garganta, con la perversa fruición con la que a veces uno se rasca las postillas. Oigo el timbre del teléfono y espero, pero nadie va a contestarlo. Así que voy yo. Es mi madre. “No puedo hablar”, le digo, “estoy desesperada por un mal olor que no se va”. “Eso te pasa por limpiar por encima”, me dice. “Vas a tener que frotar, con lejía y estropajo”. “Mamá pareces un anuncio de la tele”, le espeto y cuelgo sin despedirme. Aunque me saca de quicio, siempre acabo por hacerle caso. Lleno un caldero con agua caliente y lejía y echo también un generoso chorro de amoniaco, y me pongo a frotar los azulejos. Al poco, se me llenan los ojos de lágrimas y el vapor me quema la garganta. Intento concentrarme en la limpieza hasta que se me nubla la vista y no puedo respirar. ¿Es posible que me vaya a morir así, con los guantes de fregar puestos? Dejo caer la valleta y me tambaleo hasta la ventana. Cojo aire. Miro hacia arriba y veo a la vecina del cuarto sacar la cabeza al patio, con los ojos desorbitados; al instante, la del quinto abre la ventana con un quejido agónico, sus manos enguantadas alzándose hacia el cielo, y descubro a la del sexto, agarrada a los barrotes del balcón, con un estropajo chorreante en la mano. Boquean como peces fuera del agua. Y nos miramos, sin decir nada pero sabiendo que estamos firmando con nuestras lágrimas un pacto secreto.

Foto: Cartel de la película ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984)