El teléfono suena en mitad de la noche y cómo no asustarse. Su timbre posee la urgencia de la sirena de una ambulancia que atraviesa la ciudad hacia el coche volcado en la autopista. La escena del accidente tiene algo caprichoso, casi lúdico, como si hubiese sido provocada por la mano de un niño de súbito malhumorado. Pero la tragedia se hace patente al descubrir el cuerpo desmadejado como un muñeco roto. No hay nada que hacer, aparte de iniciar los trámites necesarios. Marcar un número y encarar (un tono, dos tonos, tres) la anticipación de pasos descalzos, apresurados, que avanzan a oscuras por un pasillo, atemorizados por el insistente reclamo. El teléfono suena en mitad de la noche y cómo no asustarse. Salir del sueño como quien lucha por salir a la superficie desde el fondo del mar, estando a punto de ahogarse. Buscar a tientas el interruptor de la lamparilla, llevarse el auricular a la oreja y, con la voz adormilada y espesa de ansiedad, suplicar: ¿diga? Las palabras, en un principio incomprensibles, se las repiten dos, tres veces, porque es difícil darles sentido, así, en medio de la noche. Al final, por fin, responde: sí, sí, ahora mismo vamos. Y, tras colgar, volviéndose hacia su mujer: cariño, vístete, te esperan en el hospital, han recibido un donante.
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