Monday, 7 June 2010

Aprendizajes


El verano que cumplí cinco años, el abuelo me enseñó a andar en bicicleta. Mientras yo pedaleaba, él corría detrás de mí sujetando el sillín para que no perdiera el equilibrio. Después de un par de vueltas al parque, me di cuenta de que manejaba la bicicleta solo. Giré la cabeza y vi al abuelo doblado, con las manos apoyadas en las rodillas mientras intentaba recuperar el aliento. Cuando volví la vista hacia delante, la rueda se había girado hacia un lado y no me dio tiempo a enderezar el manillar. El abuelo me limpió de tierra y sangre con su pañuelo y me consoló diciendo que el verano siguiente me enseñaría a volar, pero que no debía decírselo a nadie. Y así fue. En un solar abandonado del barrio, a lo largo de varias tardes, el abuelo corrió con todas sus fuerzas llevándome alzado sobre su calva, hasta que fui capaz de mantenerme en el aire por mí mismo. Cuando miré hacia abajo, el abuelo estaba sentado en el suelo, boqueando como un pez fuera del agua y con el rostro muy rojo. Pero no me detuve a mirarlo. Ascendí todo lo que pude y, luego, sobrevolé la selva del Amazonas, la Gran Muralla China y el desierto del Gobi. Después, subí hasta la Luna y en sus cercanías encontré al abuelo sentado en una nube. Me hizo sitio a su lado y me secó las lágrimas con su pañuelo. Lo siento, me dijo, es que no soportaba la idea de estar aquí arriba yo solo.

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