No la podía dejar irse. Por eso, cuando se cumplió lo inevitable, decidió contratar los servicios de un profesional. El taxidermista aceptó la tarea con una sorprendente falta de reparos, que compensó con la exigencia de una suma de dinero exorbitante. Llegado el momento, el cliente se sintió incapaz de apreciar en el cuerpo disecado de su mujer la maestría del artista del piquelado y el curtido. Inmune a la suavidad amelocotonada de la piel, la turgencia de los labios, el lustre del cabello sobre el cuello grácil y erecto, sólo acertó a gemir:
- Pero, los ojos, ¡los ojos!
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